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Color de verano
Dicen que uno sueña siempre y que al despertar solamente algunas veces recuerda lo que soñó. Incluso afirman que hay quienes sueñan en colores, es decir que al despertar hacen conciente el recuerdo de lo soñado incluso con la nota del color. Cuando pienso en mis recuerdos de los veranos de la infancia, las imágenes y los cuentos vienen a mi mente con vivos colores. Se que no lo soñé. Para probarlo puedo asociar las imágenes de cada cuadro con el olor correspondiente. Mentalmente, claro. Soy incapaz de describir un aroma.
Cosas que (nos) pasan
Color de verano
Por Leandro Scasso Burghi
Parada 23, Las Delicias. Una calle de pedregullo rojo sube desde la rambla. Un castillo amarillo, con torre y almenas incluidas, parece defender el acceso. La calle está lavada por las lluvias y tiene surcos profundos. Para subir la cuesta en bicicleta hay que hacerlo con cuidado, seguir las crestas y evitar que la rueda delantera caiga en la zanja. Atrás quedan, en orden: la cinta de hormigón gris de la rambla, los ladrillos rústicos del parador El Tronco, la playa, ancha, de arena gruesa y amarilla y el mar siempre cambiante. Azul, verde o gris. Revuelto, apenas ondeado o quieto como un plato.
Roberto Castellanos
Montevideo 1871 – Montevideo 1942
Bahía de Maldonado, acuarela, 1917
El primer médano está cubierto de una vegetación rala, con notas de color verde, gris y amarillo, salpicado por las flores violetas del diente de dragón. A la derecha, el fin de los dominios del grupo de niños está marcado por la cañada y el muelle. A la izquierda, el límite es más impreciso, en cada nuevo intento iremos alargando nuestro alcance en la búsqueda de más espacio. Lo mismo ocurre con nuestros baños en el mar. Primero fue la zambullida en la orilla. Después el tramo intermedio hasta el banco de arena. Alcanzamos el banco y caminamos por toda su extensión buscando los bordes. Queremos llegar hasta donde no dar pie. Nos mostramos y agitamos las manos. Nos hundimos en el agua fría que está más allá del banco de arena y volvemos a la orilla agitados por la aventura y la nueva meta alcanzada. Satisfechos por haber cumplido con el nuevo desafío.
Don Carlos, el concesionario del parador El Tronco, vive acosado por los avisos de la intendencia. Se queja amargamente con todos los que pasan por su mostrador porque recibió el último aviso de finalización de la relación comercial. Les cuenta que le llegó el ultimátum, pero acentúa esta palabra en la última u. Suena enfático y definitivo. “Esta vez va en serio. Recibí el ultimatún”. Uno de sus clientes habituales de verano, montevideano con casa en la 23 y caracterizado por una sordera pertinaz, le contesta con soltura: “Don Carlos, usted sí que sabe mimarnos. Siempre con los mejillones más frescos, los pejerreyes recién sacados… y ahora se nos viene con el último atún”. El diálogo y los protagonistas ingresan en la leyenda de la playa. Nunca se sabrá si la confusión del cliente fue real o aparente para evitar un pedido de favores.
La lagartija verde esmeralda con listas grises se asolea con los ojos cerrados en el médano de arena blanca y fina. Pocos ruidos se sienten en la tarde de calor agobiante y todos provienen desde la altura de los pinos: el grave arrullo monótono de las palomas y las piñas que se abren con chasquidos de madera seca. Más tarde, sobre las cinco o seis, la brisa soplará desde el mar y los pinos nuevamente serán el instrumento para llenar el aire con el rumor del viento entre las pinochas.
César Badín
Pintor uruguayo contemporáneo
Óleo sobre tela, década de 1960
Probablemente representa la Cañada del Molino en Pinares y un puente similar a otros que existieron en la Cañada de la Aguada
El plan del día es recorrer la cañada desde la desembocadura en la costa hasta la naciente. La arena de la playa formó una barrera que el agua de la cañada demorará varios días en romper. El agua del embalse tiene casi un metro de profundidad en lo más hondo. En las orillas las piabitas están dormidas tomando sol en grupo, alineadas perfectamente. Al unísono nadan rápidamente al primer intento de atraparlas. El agua de la cañada está caliente, mucho más que la del mar. En ese volumen tiene color ambarino con toques rojizos y amarronados. Invita a mojarse pero no a tomarla. “Parece pichí”, dice uno de los expedicionarios, con parte de su cuerpo sumergido. “Algo de razón tiene”, piensa otro que aprovechó la mojadura de la cintura para abajo para orinar y enjuagar el short. Al pasar el túnel del puente de cemento de la rambla se llega al cañaveral oscuro y fresco y a la primera de las represas de ladrillo que quedaron de la época en que se extraía la turba del lecho de la cañada. Otra represa está unos doscientos metros aguas arriba. Entre ambas se encuentra el primero de los puentes que cruzan la cañada: dos gruesos troncos tendidos paralelos atraviesan el hilo de agua de lado a lado y varias tablas clavadas cada tanto facilitan el paso sin necesidad de hacer equilibrios arriesgados.
La cañada divide el mundo en dos partes: el nuestro y el otro lado. El control del puente exige mantener un puesto de vigilancia en lo alto de una loma de arena. Año tras año el fuerte se construirá en los primeros días del verano. Primero será un pozo que asegure tener parte del cuerpo protegido y aprovechar la frescura de la arena. Es que más allá de la superficie después de unas paladas la arena comenzará a aparecer blanca y húmeda. Nuestras ropas quedan impregnadas de un olor que años después aspiraré con deleite al plantar un árbol, hacer una zanja o comenzar un cimiento. Por encima irán ramas y cañas para formar la estructura, luego pinocha para cubrirlo y hacerlo invisible a ojos inexpertos. Un fuego de piñas y ramas encendidas en una lata hará que, después de la lluvia, un humo espeso con el inconfundible aroma de pino y humedad se eleve desde la pinocha de la techumbre. Con los “del otro lado de la cañada” haremos guerrillas con piñas abiertas, se excluyen las verdes cerradas por acuerdo tácito, o jugaremos memorables partidos de fútbol, compitiendo por el honor de ser integrantes de la mejor mitad del mundo.
Grigory Mikhailovich Bobrovsky
Vitebsk 1873 - Leningrado 1942
Reflejos sobre el lago, 1906
Visión idílica de la laguna de la naciente de la Cañada de la Aguada
Después de pasar por otros puentes, hondonadas, cañaverales y pajas bravas de hojas cortantes como sierras que hacen que en nuestros mapas figuren zonas inexploradas, llegamos a la laguna donde nace la cañada. En la laguna, muy cerca de Maldonado, encontramos castañetas de cuerpo negro con rayas blancas y tortugas marrones de cuello áspero. Por el camino vemos pájaros, gallinetas, tucu-tucu, además de los comunes gatos y perros. La culebra, que podrá ser verde o marrón, suele dormirse al sol. Si tenemos cuidado, nos movemos rápido y le tomamos firmemente la cabeza entre los dedos índice y pulgar, podremos pavonearnos de haberla sorprendido y colocarnos en camino de los iniciados a baqueanos. Si como chambones primerizos la tomamos de la cola, aprenderemos con dolor lo rápido que un cazador se transforma en cazado. Sin punto de apoyo alguno, la presa puede enroscarse con la velocidad del rayo y morder a su captor en la misma mano con que lo apresa. Más de una vez llevamos algún ejemplar cazado al Dr. Bernasconi para que con infinita paciencia explicara a los expectantes aprendices de Búfalo Bill que el ofidio no era venenoso. Para tranquilidad del grupo y especialmente del frustrado y mordido cazador.
Foto familiar en la playa de Las Delicias, Parada 23, con el muelle al fondo,
Verano 1962
Las lecturas del verano me llevaban a otros mundos más distantes pero igualmente emocionantes. Nunca andaba solo. Me acompañaban Sandokán y los Tigres de la Malasia, piratas y aventureros, Tom Sawyer y su balsa, el Príncipe Valiente con su corte de pelo a taza y Bomba el niño que vivía en la selva. Los libros de tapas amarillas de la colección Robin Hood ya tenían años en la casa. En la contratapa de algún ejemplar mis hermanos mayores habían señalado con lápiz rojo los títulos de la colección que formaban parte de la biblioteca familiar.
Lista incompleta de olores de los veranos: las capas superpuestas de la pinocha de los pinos, el pegote de resina, el pasto recién cortado, la colonia Old Cottage preparatoria de la misa del domingo, el aire denso previo a la tormenta, el que desprende la tierra caliente al recibir las primeras gotas del chaparrón, el frescor húmedo posterior a la lluvia, el óleo calcáreo preparado por Dominga en la Farmacia Maldonado, el placard de las herramientas cuando llevaba mucho tiempo sin abrirse, el ramo de jazmines del pesebre, el disolvente ANCAP, (DISAN) para sacarse las manchas de alquitrán de manos y pies, el humo del incendio al quemarse en segundos un pino joven, la piel salada, la podredumbre de un “bicho muerto” entre los pajonales, el tufo de los montones de aguas vivas dejadas en la arena para que mueran mortificadas al sol, la fritura de majuga de pejerrey, la combinación del ajo y los mejillones, el linimento en los partidos nocturnos en el Ginés Cairo por el Campeonato del Este, la leche del lechero Pedro derramada en la alfombra del auto _ “olor por generaciones” _, los pozos en la arena, el monte húmedo y el mar. Siempre distinto. Siempre el mar.
Grabado “Muelle de Las Delicias”, década de 1960. Lila González Lagrotta
Hoy la cañada sigue corriendo desde La Loma hasta Las Delicias. En algunos tramos está canalizada y en otros se parece a la de mis recuerdos. La laguna de la naciente ha dejado su lugar al estadio de fútbol infantil. En las playas no hay alquitrán, pero sí envases de plástico. El parador El Tronco y Villa Carmen, la casa amarilla en forma de castillo, no están. En su lugar hay un estacionamiento y un edificio. El muelle de madera de la parada 24 tampoco está. Las maderas grises quemadas por el sol y la sal no son transitadas por pescadores veteranos y por pies de niños que con miedo y ansiedad acepten el reto de llegar a la punta sin baranda.
Pasados los años me hace falta su silueta inconfundible, recta y austera, para fijar la vista en la bahía.
Por eso hoy, en los sueños que sueño despierto, lo veo a lo lejos, lo tomo como referencia, camino hasta él, subo la escalera, avanzo hacia la punta que se mete en el mar, siento el aire fresco en la cara y en las plantas de los pies descalzos el calor del sol reflejado desde la aspereza de las tablas de madera curtidas a la intemperie.
En mi mundo ideal, mi bahía tendría al muelle de madera. Como el que me imponía límites y me tentaba a superarlos. Como el que disfruté de niño.
Se que no lo soñé.