Como teja, mancha y verdín
Como teja, mancha y verdín
1
Hay obras en Punta del Este que no deberían ser llamadas reformas. Se aplica una reforma a un objeto cuando se lo toma y se le cambia su forma; se trata de un cambio fenoménico que busca la perfección de la estructura existente. Hay obras que transforman: proponen un cambio estructural que impone además que el objeto pase de una forma a otra.
Sin excepción y sin detenerse en ninguna consideración cuando no se está frente a una edificación nueva, toda obra que se realiza sobre una construcción existente es llamada reforma. Casas que, al decir de los lugareños, toda una vida fueron de una forma, de un día para otro en el proyecto y de un año para otro en la concreción son dotadas de otra estructura, en la modificación no solamente cambian de forma, se amplían con otras comodidades, pasan a ocupar otras dimensiones. En definitiva se transforman. Generalmente sucede después de un cambio de propietarios. La familia tradicional propietaria cede su lugar a un enjambre de obreros, contratistas, arquitectos, fleteros, que durante meses sacuden la paz del entorno y cambian con su labor la vista del sitio. Hasta que se instaura en la calle una nueva realidad con otros ocupantes, caras, autos, ruidos, fiestas y rutinas diferentes.
En una obra así estaban ocupados nuestros personajes, que ahora descansaban en la pausa del mediodía. El calor de fines de diciembre hacía sentir su rigor en el ambiente, pero no era tan evidente a la sombra de la gigantesca anacahuita al fondo del terreno. Alrededor del tronco, sobre el pasto corto, verde y bien cuidado pese a los meses de trasiego de gente y materiales, descansaban varios obreros. Los tres más cercanos al tronco tenían un tema de conversación que mantenía entretenidos a los otros.
El más flaco y alto exponía vehementemente procurando convencer al menor del grupo. Cada una de sus palabras era reforzada con un enérgico ademán y con el adelantamiento firme del mentón.
– Ves Andresito, es inexorable – y bajó la mano que tenía en alto.
La condición de no poderse evitar parecía aportar un elemento adicional para zanjar el punto en discusión, así el tono de la voz del orador lo certificaba al anunciarlo con gravedad. De tan repetido se había hecho entender sin que nadie preguntara el significado de aquella palabra que sonaba tan raro.
– Es inexorable – repitió para recomenzar – el capitalismo va a ser barrido del mundo nación por nación, continente por continente. Los burgueses, los viejos dueños de todo cederán el terreno. Devolverán lo que es ajeno.
Sus palabras se dirigían a un muchacho joven que no levantaba la vista.
– Es inexorable – reafirmaba – de la misma forma que limpiamos esos techos. Teja por teja, caída por caída. Parecía que era una tarea imposible. No lo fue.
El tercero, un poco más apartado, intervino, buscando sembrar la duda:
– Ñato – preguntó. Y si no va a haber más ricos, ¿para quién trabajaremos nosotros? Porque, que yo sepa al terminar la quincena la plata que nos pagan no la pone el arquitecto. Viene de los dueños, de esos ricos burgueses que se van a terminar.
Con los ojos buscó la aprobación de los observadores; como los otros asintieron con la cabeza, continuó animado con su punto.
– Y ahora que terminemos acá y que venga la licencia, empezamos lo de siempre, a yirar buscando otra obra, con otro que ponga la plata para hacerse el chalé. Y los que se hacen los chaleses es porque tienen la pasta para hacerlo… ¿o no? – rió buscando la aprobación general, para agregar a continuación: – ¡Porque esto no es gratis que yo sepa! ¿Quién pagará la próxima obra?
Para el Ñato la pregunta no era perturbadora. Ya estaba estudiada en sus más mínimos detalles. Respiró hondo y comenzó a responderle tranquilo y con voz pausada. Le dirigía la palabra al preguntón, pero la vista se posaba cada pocos instantes en el botija que se miraba la punta de los botines manchados de cal.
– Esteban, vos mejor que nadie sabés que después del triunfo de las causas populares qué es lo que se viene: nadie será más que nadie. Ahora, vos tranquilo, no habrá ricos que hagan chaleses pero los obreros siempre seremos necesarios. Será el momento de construir escuelas, hospitales, casas para la gente. Y los obreros serán imprescindibles.
2
Mucho tiempo habían pasado seleccionando tejas francesas para reponer los faltantes y roturas de los techos existentes y las necesarias para cubrir las planchadas nuevas sobre las ampliaciones: nuevos dormitorios, salas y agregados a la planta original. Casi mil metros cuadrados debían ser cubiertos con tejas de las que no se tenía suministro desde hacía décadas.
Los camiones con tejas provenientes de demoliciones de viejas edificaciones de la capital llegaron durante todo el invierno para cubrir las necesidades. Se descartaron las que estaban manchadas con materiales de obra, impermeabilizante, pinturas, tuvieran roturas, grietas o partes faltantes, además de todas aquellas que no eran de un tipo especial. El arquitecto había sido definitivo e inflexible en el entrenamiento de los seleccionadores del material:
– ¡Éste y solamente éste es el modelo que vamos a recibir! – anunció sacudiendo en el aire una teja francesa. – Mírenla bien en detalle. Verán que todas parecen iguales. Por eso tenemos varias puestas en el piso, para que las miren bien. Son de diferentes fabricantes: una de las caras puede parecerse, pero la otra tiene la marca de la prensa con el nombre del fabricante.
El arquitecto estaba encantado de los detalles que había aprendido en el desmontaje de uno de los techos existentes en la casa original. Luego fue el momento de firmar un contrato y compromiso de suministro con el propietario de la principal casa de demoliciones de Montevideo en el que quedaron asentadas las exigencias de tipo y características de los materiales a suministrar en la obra. La descarga de los dos primeros viajes de materiales había aportado los ejemplos con lo que ahora efectuaba la sesión práctica de selección y clasificación en base a los detalles. Sabía que no podía entrar en todos ellos y que debía fijar una idea en los clasificadores para que no se cometieran errores al aceptar los materiales.
– Mírenlas. Fíjense en el nombre del fabricante. Todas pueden decir “MARSEILLE”, pero nosotros vamos a aceptar solamente la que tiene escrito “PIERRE SACOMAN” y que en la otra línea dice “St. HENRY * MARSEILLE”.
Al tiempo que decía estas características las escribió con los trazos gruesos del lápiz de carpintero en una tabla encalada. La teja seleccionada pasaba de mano en mano y se detuvo para que el resto repasara en rueda los detalles señalados. La tabla con la descripción del modelo aceptado estuvo desde entonces hasta el cierre de la obra clavada en un poste a la entrada del terreno, donde se efectuaba la descarga y clasificación de los materiales. La retiró el arquitecto el día que se colocó la última teja, sin saber que la historia de los tejados de Il Duomo no terminaría hasta varios meses después.
– Tiene una estrella antes de “MARSEILLE” y la estrella está de nuevo en el lomo entre las dos depresiones si dan la vuelta la teja – subrayó.
Manos y ojos buscaron la estrella en el lomo de la teja.
Una vez presentado el concepto el arquitecto se dispuso a afirmarlo.
– Miren ésta. ¿Qué ven de malo? Está sana. Está limpia. Sin embargo no la vamos a aceptar. Tiene algunas pequeñas diferencias y no calza con la nuestra.
La pasó al más cercano clasificador. En lugar de la estrella exhibía un ancla. Se trataba de una teja producida por “ANTOINE SACOMAN, Usine la Plata, St. Henri, Marseille".
– Es de otro fabricante – afirmó triunfante uno de los clasificadores.
– Correcto. Va de vuelta a Montevideo – replicó enfático el arquitecto. El concepto estaba afirmándose.
– Aquí hay otra distinta – intervino otro de los clasificadores. Tiene una mosca.
– No, es una abeja – sentenció el más cercano.
En este caso el fabricante, también marsellés, era “GUICHARD CARVIN ET CIE, St. André, Marseille” y la abeja su identificación.
– Entonces, ¿qué se hace con ella? – preguntó el arquitecto ansioso de poner a prueba la consigna trasmitida.
La respuesta fue la esperada y marcó el procedimiento que se llevó a cabo desde entonces.
– De vuelta al camión – contestaron en coro.
El arquitecto sonrió satisfecho.
– Devolvemos todas las que no tengan la estrella, las manchadas de pintura y materiales, las rotas. No importan estas manchas de verdín. Esto es natural.
La consigna había sido trasmitida.
Decenas de camiones habrían de llegar cargados de tejas francesas y muchos volvieron con más de la mitad de la carga, descargada, inspeccionada, rechazada y vuelta a cargar. Dieciséis mil tejas SACOMAN identificadas por la estrella fueron apartadas e ingresadas a la obra para ser dispuestas en la cobertura de las planchadas que se iban adosando a la estructura original.
Conseguir las tejas especificadas por el arquitecto, – un capricho de burgueses privilegiados había dicho el Ñato, a lo que Esteban había replicado que era un refinamiento del gusto que le había asegurado muchas quincenas a varios obreros –, fue uno de los problemas pero no el principal.
Luego se había colocado la trabazón de tejas en las planchadas y se había expuesto a la consideración de los dueños que habían visitado la obra en setiembre.
Esteban había estado con el botija, Andresito, el sábado en que llegaron los visitantes y era el que relataba con más detalles el encuentro del matrimonio con su casa en obra y con el arquitecto como hábil declarante. “Las tejas no tienen el mismo color”, se quejó la señora desde atrás de sus lentes de sol mientras fruncía la naricita respingada y el arquitecto todo modosito que no, que tienen la personalidad de lo antiguo, que recordaran el origen, que provienen de demoliciones, de casas diversas que ahora se reciclaban en su casa, aportando sus antecedentes, – suponemos que de este diálogo fue que Esteban tomó aquel argumento del “refinamiento del gusto” que usaba para replicarle al Ñato, pero no hay una referencia precisa –, y la respuesta “sí, pero se podían haber limpiado”, y el idiota del gordo del marido que no decía ni mú, y el arquitecto que defendía sus razones “están limpias de material pero se prefirió no quitarles manchas, musgos y otras adherencias que no fueran perjudiciales para la función de aislación de la teja para preservar su carácter” y la melenita de oro de la señora se movió cuando ella giró la cabeza y le dijo al gordo del marido que miraba como pasmado: “Patricio, no sé a vos, pero a mi me parece un mamarracho, hacé lo que quieras”, se fue , – Esteban siempre tenía un comentario para las colas a las que profesaba admiración –, meneando la cola con el perro en brazos para ver el interior y dejó al gordo con el arquitecto que lo miraba como se mira a una bolsa llena de plata, “y el gordo que va y le dice al arquitecto, enojado el arquitecto pero no lo suficiente para decir que no y ponerse firme frente la esposa de su fuente de recursos” – así decía Esteban, textuales palabras – medio sofocado le dijo al arquitecto: “Arquitecto, hágamela fácil y mande limpiar las tejas”. Para suavizar el mal trago que le imponía al criterio estético del proyectista, realizador y responsable de haberlo camelado para embarcarlo en la interminable y costosa obra, agregó: “total, no lo va a hacer usted y lo pago yo”.
Y el propietario tuvo razón. Las tejas se limpiaron, no fue el del arquitecto el brazo ejecutor y el propietario fue el que pagó. Fueron necesarios doscientos cincuenta jornales completos de tres obreros y dos oficiales para que con escobas, cepillos, cloro, agua caliente y una bomba para dar presión al agua, limpiaran todas y cada una de aquellas tejas. Entre los integrantes del equipo de limpieza estuvieron hasta el final de la obra Andresito, uno de los obreros, y los oficiales Esteban y el Ñato. Pasaron parte de octubre, todo noviembre y casi todo diciembre subidos a los techos, cepillo va y cloro viene, con manchados varios salpicados por la propaganda ideológica del Ñato que militaba en horario de trabajo y en los descansos. Chorreaba el agua por los canalones y las argumentaciones de los excesos del régimen capitalista, de la explotación del hombre por el hombre por las orejas de Andresito. Aquel capricho de limpiar tejas viejas era un ejemplo más, si hacía falta alguno. Ya había sido un exceso de burgueses aburridos el gasto de tanto dinero y tiempo de los obreros para tener aquellas tejas viejas, sumado a los fletes de ida y vuelta, y para completarla aquella limpieza adicional; para la denuncia del derroche y el escarnio a quienes lo producían bastaba mirarse las manos quemadas con cloro y la piel ardiendo bajo el inclemente sol mientras seguían resonando las palabras del Ñato con el anuncio del tiempo de vino y rosas que seguiría a éste, tan marcado por las desigualdades.
– Toda esa dilapidación de recursos – machacaba. Te das cuenta, botija. Para que en unos meses otra vez estén manchadas. Con el clima nuestro ¿cómo conservarlas así? Empapadas en la humedad de junio, con las nieblas de las mañanas, con la falta de sol en el monte, ¿cómo evitar que se manchen? Y allá, – seguía –, en la cara sur que no le da el sol, de nuevo irán cubriéndose de verde. Y preguntaba sabiendo la respuesta: — ¿Cómo es que dijo el arquitecto? Para contestarse de inmediato, imitándole la voz del arquitecto —Ya escucharon muchachos, a sacarles el verdín a las tejas.
– Así como nosotros barremos el verdín de las tejas, la clase obrera se impondrá a los dominadores – resonaba profético sin pausa el Ñato en su arenga.
Las zonas limpiadas iban creciendo: un ala, la cumbrera, la otra, cambio de techo y repetición. El musgo verde que las cubría casi a todas retrocedía. Cada mañana al llegar se hacían los comentarios de rigor: “¡cuánto avanzamos ayer!”, o “allá nos quedó una hilera”, la planificación del día “hoy toca empezar con el ala este” y así. Y el Ñato dale que te dale con los burgueses, sin detenerse.
Hubo sectores que requirieron más de una pasada, otros quedaron sin manchas con la primera. El avance de la limpieza fue lento pero sin pausa. Ahora ya se veía el final. Los techos no conformaban una superficie de color uniforme, pero no tenían manchas ni musgos ni coloraciones provenientes de su utilización anterior. La uniformidad hubiera sido difícil de lograr inclusive con tejas nuevas todas de la misma partida de origen. Es que aún con la producción industrial homogénea el cerámico siempre presenta pequeñas variaciones, sea por la composición del barro original o por una variación del calor de acuerdo al lugar en el horno.
3
Era uno de los últimos días de obra y se palpaba en el ambiente la proximidad de la navidad y de la licencia de la construcción. Había llegado el momento de terminar con todo y pese a todo.
La parte interior de la casa ya estaba vedada para los obreros, ahora era el desvelo de muebleros, cortineros, carpinteros y pintores con los últimos ajustes, repartidores e instaladores de electrodomésticos. Los jardineros habían recuperado sus dominios atestados de materiales y de obreros durante el invierno, cambiaron plantas, dispusieron césped y encendieron el riego desde principios de diciembre. Los últimos reductos de los obreros eran el techo en horario de trabajo y la anacahuita y su entorno en el descanso del mediodía. Incluso las bicicletas que los trasportaban que hasta diciembre se guardaban en el interior de la casa habían dejado de entrar al terreno en las últimas semanas y permanecían en la cerca exterior desde su llegada a la espera que las montaran y pedalearan los seis kilómetros de regreso.
El Ñato señalaba los techos de tejas limpias y comparaba la lucha del proletariado con el implacable avance de la limpieza que habían realizado en los últimos meses. La lucha contra los burgueses ocuparía siglos.
– Es inexorable—repitió.
Andresito levantó la vista y se encontró con lo ojos del Ñato. Pensó ¿le digo o no le digo?
Y le dijo, mirando para abajo la punta de los botines.
– Como el verdín – dijo asombrado de su propia seguridad y de lo que anunciaba.
La sorpresa fue general, pero fue mayor en el Ñato y en Esteban que lo escuchaban intervenir por primera vez en una conversación con carga ideológica.
– ¿Como el verdín? —repitió el Ñato las palabras del botija, pero en tono de interrogación; – ¿qué decís con eso?
Andresito abrió grande los ojos y empezó a expresar su razonamiento con palabras audibles ante la expectativa del grupo.
– En el futuro no habrá ricos ni pobres y todos seremos iguales, ¿no?
El Ñato asintió y Andresito continuó rápido para que no se escapara la idea. Era la primera vez que se sentía capaz de intervenir en estas cuestiones de mayores a las que lo había venido convocando el Ñato todo el tiempo. La idea de hacerlo lo excitaba al tiempo que le daba temor fallar.
– Bueno. Y una vez que seamos todos iguales, todos limpitos como las tejas, alguno va a querer ser distinto, tener un poco más, llegar un poco más lejos. Luego otro más y así. Y los que los vean viviendo mejor van a querer lo mismo para ellos.
Cuando estuvo seguro que todos estaban siguiendo sus palabras, concluyó:
– Es inexorable. Como el verdín, usted lo dijo.
Por primera vez desde que empezó a hablar miró directamente a los ojos al Ñato.
– El verdín volverá a las tejas, está en la naturaleza. Y un tipo querrá algo más que ser igualito a los demás. Perseguirá una bicicleta mejor para dar menos pedal. O una que sea roja. Algo distinto que los otros.
Hizo una pausa y se pasó la lengua por el labio inferior. Todos estaban pendientes de sus palabras.
– Es inexorable, sentenció.
4
Lo conté como me lo contaron. Traté a Andrés muchos años después como constructor de buena trayectoria, reconocido en su rubro, cuando se encargó de la reforma de mi casa. Andrés Rebollo, más conocido como Verdín. A tal extremo lo marcó el haber dejado al Ñato sin palabras en el debate ideológico que el apodo no se le despegó desde aquel mediodía de diciembre cuando era apenas un botija. Le acompañó en su corto tiempo de peón, luego como medio oficial y largo tiempo como oficial, capataz y constructor independiente. Dicen que en más de una oportunidad en la planilla de obra lo apuntaron como Andrés Verdín.
El constructor Rebollo que conocí trataba al Ñato y a Esteban de usted. A tres voces me contaron el porqué del apodo. Porque no había nada que le gustara más al Ñato y a Esteban que recordarle a Andrés del momento en que empezó a mostrar la fibra de la que estaba hecho, del primer día que habló para dejarlos mudos a todos. Si se le preguntaba a Andrés por el apodo los otros dos se sumaban solícitos a la rueda para explicarlo.
Inseparables los tres, natural e inexorablemente unidos, como teja, mancha y verdín.
Juntos sin prisa ni pausa a la espera de un tiempo de vino y rosas más largo que un domingo.
Publicado en Revista LETRAS Nº 12 2019-2023
Revista de la Comisión de Cultura de Pan de Azúcar
Enero 2024
Págs. 54 - 60